¿Quién eres? ¿Dime quién eres? Esta parece una pregunta simple, sencilla y casi sin importancia, común y aparentemente ridícula para la persona promedio. Pero para Jesús esta pregunta es un dardo envenenado que lo ha perseguido toda su vida, queriendo hacer sangrar su convicción, su corazón y su confianza en su ABBA (papi).
Él está ahí, colgando de una cruz ensangrentada, con sus ojos empañados de sangre, sudor y tanto dolor. Sus brazos están abiertos pero también sus oídos para escuchar una vez más esa voz que le susurra para sembrar la duda: ¿Quién eres?
Todo comenzó aquel día muy temprano mientras él seguramente terminaba de ordenar sus herramientas de carpintería; formón, cepillo, clavos, martillos. Todo en orden e inventario terminado. Él partía para nunca más regresar a su taller, deslizando ligeramente sus dedos por su meza de trabajo favorita se despidió con amor y sin decir adiós.
Llegando al río se unió a la fila para esperar su turno mientras su primo hacía su mejor trabajo del día. LLegó su turno, luego un abrazo, palabras de afirmación y se sumergió para ser bautizado y, eh aquí el inicio:
"Este es mi hijo amado..." Una vez que el Padre en los cielos hiciera esta declaración, tanto el infierno, como la humanidad misma le lanzaron preguntas como si fueran dardos de fuegos: ¿Quién eres? ¿Dime quién eres?
Puede ver a Satanás en el desierto abriendo el debate: ¿Quién eres? Porque si eres de verdad el hijo de Dios entonces haz esto, o aquello... (Énfasis personal tomado de Mateo 4) Juan el bautista: ¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro? (Mateo 11:3) Sus mismos colegas entran en duda: ¿Quién es este... (Lucas 8:25).
La escena final y más cruda se detalla en el mismo momento de su crucifixión:
Salvó a otros —decían—; que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, el Escogido. 36 También los soldados se acercaron para burlarse de él. Le ofrecieron vinagre 37y le dijeron:—Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. 38Resulta que había sobre él un letrero, que decía: «Éste es el Rey de los judíos.» 39Uno de los criminales allí colgados empezó a insultarlo:—¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros! (Lucas 23: 35-39)
Los gobernantes le escupen la duda en la cara: ¿Quién eres, un salvador? Entonces sálvate a ti mismo? Sus ejecutores le lanzan escarnio como veneno: ¿Quién eres, un rey? Sálvate a ti mismo entonces? Y qué de su agonizante acompañante de al lado que lo recibe con un poco de amargura: ¿Quién eres tú, no eres tú el Cristo? Sálvate a ti y a nosotros.
Puedo imaginarme a Jesús en esa cruz. Perdió su sangre, dejó escapar el poco oxígeno de sus inflamados pulmones, entregó el cuido de su amada madre terrenal en manos de su amigo, lo entregó todo, lo dejó ir todo, pero lo único que retuvo fue su convicción hasta el final. Recuerda las palabras de inicio: Este es mi hijo... Ahora vea las palabras en su muerte: -Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!Y al decir esto, expiró. (Lucas 23:46)
Inicio: Mi hijo... final: Padre.
Un soldado romano y su compañía de sicarios a sueldo que lo escucharon, vieron como su duda se disipó al escucharlo hablar, al verlo morir con convicción:
54 Cuando el centurión y los que con él estaban custodiando a Jesús vieron el terremoto y todo lo que había sucedido, quedaron aterrados y exclamaron:—¡Verdaderamente éste era el Hijo de Dios!
Al conocer su vida, sus palabras y su muerte, estoy convencido que Verdaderamente éste hombre que cuelga en esa cruz, es el Hijo de Dios. El Salvador del mundo y de mi vida.
Y para usted mi estimado, se atrevería también a preguntar a ese hombre ahí crucificado: ¿Quién eres?
Si aún no está convencido le pido que revise con mucho detenimiento las palabras de Jesús en la cruz, estoy seguro que él puede disipar sus dudas y convertirlas en FE para vida eterna, sin siquiera tener que bajar del madero.
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